Probablemente éste, sea uno de los pocos crucificados a tamaño natural expuesto al aire libre en la ciudad de Sevilla. Ésta magnifica talla es obra de Antonio Susillo Fernández, un famoso escultor sevillano del siglo XIX.
Antonio Susillo vivía en la popular Alameda de Hércules, cuando aún no había tráfico rodado, cuando en este lugar (primer parque publico de Europa) solo existía barro, tabernas y carruajes. Una mañana, cuando pasaeaba por el lugar la Infanta Luisa Fernanda de Orleans, observó en la puerta de una casa, un niño pequeño moldeando un trozo de barro. Tal fué la buena impresión que se llevó la Infanta que le costeó los estudios de arte.
Luego, Antonio, estudió en Paris y Roma, trabajando a los 20 años para la aristocracia europea, consolidándose como el escultor sevillano mas famoso de todos los tiempos.
Tuvo clientes como la Reina Isabel II o los Zar de Rusia. Aqui en Sevilla se quedaron obras suyas como las doce estatuas que coronan la fachada del Palacio de San Telmo, el Velázquez que hay en la Plaza del Duque, etc...
Cuenta la leyenda, que cuando le encargaron un Cristo para el Cementerio de la ciudad, Antonio se esmeró muchísimo en su talla, ya que se encontraba enormemente endeudao tras la trágica y polémica muerte de su mujer (derrochadora y manirrota, que ridiculizaba a los hombres en público). Se cuenta, que al montar la escultura, se dió cuenta que la había elaborado con las piernas al contrario (se puede ver un pié clavado en el madero de la cruz y otro en un apoyo). Antonio Susillo, al ver el fallo sintió tanta desolación y le afectó tanto que se ahorcó en su estudio.
En un principio el escultor sevillano fue enterrado junto al pintor Rocardo Villegas pero, treinta años después, el pueblo de Sevilla quiso rendirle homenaje enterrándolo bajo su última obra (y que le costó la vida). Dias después de su traslado al nuevo lugar (bajo el Cristo), sucedió algo realmente llamativo y que muchos sevillanos consideraron milagroso, y es que el Cristo lloraba .... miel.
El revuelo en la ciudad estaba servido y fue tema de conversación que traspasaba las fronteras de la propisa ciudad, tomando cartas en el asunto el propio Vaticano para investigar el asunto.
La conclusion fue tan real como directa; realmente el Cristo emanaba miel por la boca, a causa de un hueco que le había dejao el escultor (muerto cuarenta años antes) para que la obra pesara menos. Tal hueco fue invadido por unas abejas que construyeron su particular colonia. Así cuando el calor apretaba y el bronce se calentaba, la miel salía por la boca de dicho Cristo.
No hubo milagro, pero al la talla se le quedó para siempre el nombre del Cristo de las Mieles.
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